Continuamos la publicación de los textos ganadores de la modalidad de prosa en el II Concurso Literario Maese Rodrigo. Es el turno de Bachillerato y los ciclos de FP.
Al tratarse de textos tan largos, como ya hicimos en la edición anterior, ofrecemos aquí solo el principio de cada uno, acompañado del enlace al texto completo en un archivo pdf.
Primer Premio
NUESTRA BANDA SONORA
AUTORA: Andrea Hoyos Blanco, 1º BTO E
Nunca imaginé lo sola que se vería la casa sin él. Cuando era pequeña apenas lo veía, el trabajo en la biblioteca le ocupaba mucho tiempo. Mi hermana y yo siempre lo esperábamos en el sillón que está justo frente a la entrada de casa, aguardando su llegada. Cuando esta ocurría, todo el tiempo malgastado mirando una puerta no importaba. Y es que él pertenecía a ese reducido pero impresionante grupo de personas con el don de llenar habitaciones con sus sonrisas. Es, era pura luz. Ahora, me encuentro sentada en ese sillón verde pistacho en el que mi hermana y yo pasamos horas esperándolo, y el hecho de que nunca más volverá a entrar por esa puerta me parece totalmente irreal. Mi madre y mi hermana no han parado de llorar desde que supieron la noticia. Yo, en cambio, no he derramado una sola lágrima. Me siento... igual.
Sí, suena egoísta. Mi padre ha muerto y yo me siento igual. Igual pero distinta. Es como si mi padre, en sus últimos instantes de vida, hubiera tomado ese pedazo de mi corazón que le pertenecía y se lo hubiera llevado consigo. Y ahora no sé cómo seguir sin él.
Decido abandonar ese doloroso lugar y subir al desván de nuestra casa. Allí es donde se encuentran todas nuestras cosas antiguas. Subo por la polvorienta escalera y al encender la lámpara, que consta de una única bombilla colgando de un cable, puedo ver la amplia estancia abarrotada de cajas. Empiezo a abrirlas y durante horas me hundo en un mar de recuerdos. Antiguos juguetes y viejos álbumes de fotos. También encuentro una enorme colección de libros en francés. Deben ser de mi padre, de los que obtuvo durante su estancia en Francia. Y es que no es ningún secreto, que su mayor pasión eran los libros. Mi hermana y yo somos prueba de ello, ya que tenemos por nombre Ana y Carlota respectivamente. Y sé de antemano que si hubiera habido una tercera esta respondería al nombre de Emilia, en honor a las famosas hermanas. También vemos reflejado este amor en la biblioteca que mi padre fundó poco después de volver de París. La biblioteca Victoire, la primera biblioteca de Valencia y la que ayudo en la educación de muchos jóvenes. En una ocasión le pregunté a mi padre el porqué de ese nombre. Él, con una mirada melancólica, me dijo que para él había sido una gran victoria fundar esa biblioteca con la precaria educación que tuvo. Ese es un gran misterio que mi padre se llevó a la tumba, ¿cómo un chico que aprendió a leer y escribir durante la mili, y que dejaba mucho que desear en estos ámbitos, emigra a Francia para probar suerte y vuelve convertido en un amante de los libros y con un grado universitario en la maleta? Su respuesta siempre fue que los libros pueden cambiar vidas, y que por eso mismo él se encargaría de ayudar a los demás acercándolos a la lectura.
En una vieja y polvorienta caja, encuentro más títulos como la dama de las camelias o rojo y negro. En el fondo hay una fotografía antigua de una mujer morena, junto a un cuaderno bastante viejo. Este parece ser una especie de diario, tiene la cubierta un poco rota y las páginas amarillas y desgastadas, como si hubiera sido leído muchas veces. En la primera página había escrito en letra cursiva lo que parecía una dedicatoria. Para Óscar, aunque el barquito no consiguiera llegar a tierra no significa que el viaje no fuera precioso. Firmado por un tal V. Con extrañeza decidí violar la intimidad de mi difunto padre y comenzar a leerlo.
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Primer Premio
LA VOZ DE LA CUEVA
AUTORA: Alfonso Cantillo Rodríguez, 1º BTO A
Catalina se sumergió en el pasillo. Devorada por la oscuridad, la estancia aterraba a la joven, que siempre había encontrado en el negro de la noche su mayor temor. En cualquier otra situación, esto habría contado con un sencillo remedio, pero debía de mantener la luz apagada; debía de pasar inadvertida y llegar al pequeño laberinto del antiguo caserón de la familia en un silencio total, sin el conocimiento de algún morador de la construcción decimonónica.
A pesar de la dificultad que evidentemente presentaba el afrontar su terror (pues se le podía calificar como ello) a la lobreguez, Catalina no se acobardó; sabía que al final de ese trayecto se encontraba su recompensa. Marcos le prometió que le estaría esperando en el centro del mencionado lugar para encontrarse en secreto, ante la negativa de los padres de la parte femenina de la pareja a que ésta viviese su romance, ya que consideraron que la única razón para su existencia era el deseo del amante de su hija de mejorar su indeseable situación económica a costa de ella, lo que, naturalmente, Catalina sabía que era incierto.
A medida que avanzaba por el pasillo, la enamorada llegó a la puerta de la habitación de su abuela, llamada Olivia, por la que siempre había sentido cierta debilidad. Recordaba con cariño su infancia, en la que la anciana jugó un papel fundamental, cuidando de ella y asegurándose de que sus años tempranos se desarrollasen en un ambiente feliz e idílico. Ella era la razón de su romantizada visión de la vida; durante su niñez, la que ahora dormía se dedicaba a utilizar su tiempo narrando fábulas e historias de amor a su única nieta. Su favorita era la de unos personajes llamados Alicia y Alejandro, cuyo romance tenía lugar en un gigantesco laberinto, tal y como el de la morada familiar, que, por ello, se volvió en el lugar favorito de Catalina.
No obstante, la mujer ya se hallaba sucumbiendo al paso del tiempo; siendo contadas las ocasiones en las que se atrevía a salir al exterior, que consideraba peligroso como consecuencia de la limitada movilidad que había adquirido. Catalina se detuvo delante de la puerta de su pariente más querida; dormía sola en esa pequeña sala, pero prefería eso a tener que compartir lecho con su esposo. Se detestaban. Su matrimonio era un vestigio de una época anterior en la que las uniones por conveniencia se superponían a las producidas por verdadero amor. Por un momento, un escalofrío le recorrió el cuerpo, le asustaba la idea de verse en la misma situación, atrapada en una relación que únicamente llegaría a puerto por la imposibilidad de estar con quien amaba en realidad, Marcos.
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Mención Especial
VOCES
AUTORA: Alejandra Alcaide Suárez, 2º BTO C
Martes, 10 de septiembre de 1889. Staithes, Inglaterra.
Encendí una vela. La tenue luz que desprendía la llama apenas iluminaba unos pasos. Estaba nerviosa. Lo había hecho. ¿Qué se suponía que hacía ahora? Reflexioné con retrospectiva y, en el fondo, sabía que había hecho lo correcto. No me merecía esa vida. De todas formas, ¿quién iba a enterarse? Estaba sola, no tenía a nadie. Decidida, salí al exterior a tomar el aire. Recuerdo que inspiré hondo la brisa marina a la que no podía acostumbrarme, convenciéndome de que esa paz interior que llevaba tiempo anhelando por fin había florecido.
Silencio, eso era lo único que me acompañaba aquella fría noche de septiembre de 1889. Me entró hambre y decidí volver a casa. Suerte que dejé el fuego encendido. Al entrar, coloqué la vela, que ya casi había desaparecido, en la sala de estar, me quité el deshilachado vestido y me puse el camisón para dormir. Comí un poco de pan y queso que la señora Williams me había traído por la mañana, con la excusa de que estaba paseando por el campo, cuando aprovechó que su marido se había pasado con la compra para traerme lo sobrante. Yo sabía que, en realidad, solo quería entrar en casa y echar un vistazo, pues esta se encontraba a casi un kilómetro del pueblo, cerca del acantilado. Nunca había conocido a alguien tan chismoso y entremetido. Podía oír los constantes murmullos de los pueblerinos desde aquel lugar al que aún no había conseguido llamar hogar.
Por un instante, tuve la vehemente tentación de bajar al sótano, el cual usaba como despensa, pero rechacé de inmediato esa idea y me dirigí a mi habitación. Podía apañármelas con la comida que tenía arriba, en la cocina.
Todavía no era el momento de enfrentarme a lo que me esperaba abajo.
Lunes, 4 de julio de 1889. Londres, Inglaterra.
Papá me llama desde el salón. Noto el tono de preocupación en su voz. Otra vez no, por favor. Al llegar lo encuentro con Philip, mi hermano, tumbado en el suelo y balbuceando.
“Olivia, ¿podrías llevar a tu hermano a su habitación? Tengo que terminar de firmar unos documentos. Ha bebido un poco de más −lo miro con cara cansada, ya estoy acostumbrada a esta situación casi diaria−, pero me ha prometido que no lo hará más.” Eso dijo la última vez, pienso. Lo levanto a duras penas y decido dejarlo en la habitación de invitados del piso de abajo. Philip empieza a canturrear una canción que ha oído en la taberna, según él. Le quito la chaqueta, los zapatos y los pantalones, le abro las sábanas y lo tumbo. No tarda en dormirse. Me quedo mirándolo fijamente
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